jueves, 8 de diciembre de 2011

Inesperado


Este era un dolor absolutamente nuevo,  una sensación de tristeza que nunca me había tocado experimentar.
-Estoy enamorado de otra persona- me dijo bajando la mirada.
Fue como si algo se rompiera en mil pedazos dentro de mí, pero aún así pude mantener la voz firme y decir –no me esperaba eso.-
Se paró de la cama, donde nuestros cuerpos se había unido tan sólo unos minutos antes. Caminó desde su extremo al mío y se arrodilló frente a mi, que semidesnuda lo miraba fijamente.
-Sé que nunca te hubieras esperado esto, sobre todo después de tantos años que hemos compartido juntos, pero la vida es así,- me susurró tomando mis manos entre las suyas.
No aparté mis manos, pero deseé hacerlo, “¿me hizo el amor deliberadamente sabiendo que después me iba a dejar?”, pensé. Lo miré a los ojos detenidamente, buscando la risa, la burla, un ‘te la creíste’, pero no había nada de eso. Me quedaba tan sólo creerle, y no quería hacerlo.
-Si esta es una pesadilla, espero despertar pronto- le contesté, usando una frase cliché de las películas.
-No es una pesadilla, mi amor, es total y absolutamente la realidad,- comenzó a explicarme mientras me acariciaba una rodilla desnuda –casi no puedo creer que haya tenido el valor de decírtelo a la cara. Es más, pensé que te iba a dar un ataque de ira y que me harías pedazos.-
-Ya ves que no.- dije casi para mis adentros.
 Me sorprendió mi actitud en estado de shock, sabía que más tarde me arrepentiría por no haberle dado una paliza tal como se la merecía por la manera en que me estaba dando ‘filo’, llevábamos casi 5 años de relación, la cual siempre creí ver marchando como relojito suizo, hasta hablamos de matrimonio en varias oportunidades, de hijos, de una casa para los dos. Ahora todos esos sueños se me escurrían junto al sudor frío de la espalda.
Suavemente me desprendí de sus manos y me entretuve vistiéndome en silencio, con la mente en blanco, y poniéndome las prendas que un rato antes el mismo se había encargado de desprender apasionadamente. Cuando me agaché a atarme los cordones de las zapatillas, las lágrimas acudieron a mis ojos ‘raudas y veloces’, y las maldije en mi mente por ser tan oportunas.
Ya compuesta, externamente, tomé mi chaqueta y mi bolso y me acerqué a la puerta. Él me miraba parado en la entrada del dormitorio, todavía desnudo, patético, horrible a mis ojos ahora. Me volteé para mirarlo a la cara una última vez, le sonreí haciendo de tripas corazón y me despedí con un tierno y mortal: “espero que te pudras en el infierno, maldito hijo de perra.”

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